Acertar los 6 números de un sorteo de Lotería primitiva es extraordinariamente difícil. Algo parecido a sacar una bola blanca entre 15 millones de bolas negras. Tan improbable que, a pesar de que se juegan diariamente bastantes millones de combinaciones, la mitad de las veces nadie acierta y otras solo acierta uno y, muy raramente, dos. Pero si algo así de simple es tan improbable, podemos imaginarnos lo improbable que es el hecho de que el ser humano aparezca en la vida en un periodo de tiempo pequeño (¿un millón de años?) dentro de las decenas de miles de millones de años de existencia de un pequeño planeta de una de los centenares de miles de millones de estrellas de una galaxia más entre los miles de millones de galaxias que pueblan nuestro universo. No obstante, en este momento yo me encuentro aquí escribiendo estas líneas. ¿Qué probabilidad habría de que esto ocurriera? Me considero incapaz de calcularlo ni siquiera aproximadamente. Pero seguro que es algo parecido a sacar la bola blanca entre miles de millones de billones de bolas negras. Y sin embargo ha sucedido: estoy aquí, junto con otros 6.000 millones de seres humanos y muchísimos más de otros seres vivos en el planta Tierra.
Si, en un juego de lotería o quinielas, los premios son inversamente proporcionales a la probabilidad de ganar, no es descabellado pensar que podamos asignar a nuestra vida un valor proporcional a la inversa de la probabilidad de que nos encontremos aquí. Así que, si alguien me pregunta porqué razón considero que mi vida es valiosa, mi respuesta será: porque es extraordinariamente improbable, casi imposible.
Si, en un juego de lotería o quinielas, los premios son inversamente proporcionales a la probabilidad de ganar, no es descabellado pensar que podamos asignar a nuestra vida un valor proporcional a la inversa de la probabilidad de que nos encontremos aquí. Así que, si alguien me pregunta porqué razón considero que mi vida es valiosa, mi respuesta será: porque es extraordinariamente improbable, casi imposible.