El libro de Manuel Vicent "Comer y beber a mi manera" es, en realidad, un canto a la comida mediterránea y a los recuerdos que esta manera de comer y beber nos trae a los que nacimos o crecimos en los años de la guerra civil. Además, para mí este libro tiene el aliciente de contar con preciosas ilustraciones del pintor Alfredo Alcain.
En el primer capítulo, M.Vicent describe algo que seguramente es totalmente desconocido para las generaciones de hoy: una división social basada en el acceso al pan blanco. Las familias se dividían en las que tenían o no tenían harina (equivante a tener o no tener tierras), las primeras accedían a comer pan blanco y el resto a un horrible pan oscuro muy distinto del pan integral de hoy día (salvo los que disponían de dinero para comprar en el mercado negro, entonces llamado de "estraperlo"). Mi familia tenía tierras, así que disponíamos de pan blanco. Recuerdo que, hacía los años 48-50, en la Academía en que estudiaba para ingresar en la Escuela de Ingenieros Industríales, compartía pupitre y bocadillos con dos compañeros; yo traía el pan blanco y los otros dos lo de dentro de los bocadillos (tortilla, queso...). Lo más valioso era, desde luego, mi pan blanco. Recuerdo una frase característica de uno de los compañeros de estudios, a la hora del bocadillo: ¡el hambre es muy negra!
El pan era, con los tomates y el aceite de oliva, la comida esencial de los jornaleros que trabajaban el campo. Y, también en casa, para merendar, pan con chocolate o bien pan con aceite y sal de donde viene el epíteto de "panoli" (Pa-en-oli, pan con aceite). El pan era, entonces, la base de nuestra alimentación.
Dice Vicent que la característica fundamental de la comida mediterránea estriba en su visibilidad. En un restaurante, si se piden platos de comida mediterránea, uno sabe lo que come: "verduras, ensaladas, pescados, carne, frutas, aceite de oliva, todo al descubierto, de primera mano y sin salsas más o menos literarias que te detrozan el estómago".
Además, para los que somos más o menos de esa generación de la guerra civil, esa comida nos trae recuerdos y olores de niñez y juventud: el arroz con leche era el postre de domingos y festivos y sigue teniendo, para mí, una connotación especial (siempre que lleve canela incluida). El cocido de garbanzos es para los madrileños algo tan tradicional como el arroz en paella para los levantinos. Para estos, lo más parecido al cocido de garbanzos era el "puchero de Navidad" o la olla familiar. En mi casa, el cocido madrileño se tomaba varias veces por semana y era una comida excelente pero algo pesada para los estómagos menos acostumbrados. Recuerdo una anécdota al respecto: una jóven amiga finlandesa nos visitó un verano y fue obsequiada con una abundante comida de cocido madrileño en un día de calor. La pobre chica, delgada y acostumbrada a comidas más ligeras, hizo un enorme esfuerzo para terminar el plato (en su país era de mala educación dejar comida en el plato cuando te invitan); mi hermana, al ver que había dejado el plato limpio, se lo volvió a llenar exclamando: ¡te ha gustado!. Y nuestra finlandesa estaba ya toda colorada, a punto de estallar.
Con un estilo más fino y literario, el libro de Vicent está también lleno de anécdotas y recuerdos vividos que merecen la pena leer.
Recomiendo vivamente este libro a todos los amantes de la comida y el ambiente mediterráneos.