lunes, diciembre 18, 2006

Comida mediterránea


El libro de Manuel Vicent "Comer y beber a mi manera" es, en realidad, un canto a la comida mediterránea y a los recuerdos que esta manera de comer y beber nos trae a los que nacimos o crecimos en los años de la guerra civil. Además, para mí este libro tiene el aliciente de contar con preciosas ilustraciones del pintor Alfredo Alcain.

En el primer capítulo, M.Vicent describe algo que seguramente es totalmente desconocido para las generaciones de hoy: una división social basada en el acceso al pan blanco. Las familias se dividían en las que tenían o no tenían harina (equivante a tener o no tener tierras), las primeras accedían a comer pan blanco y el resto a un horrible pan oscuro muy distinto del pan integral de hoy día (salvo los que disponían de dinero para comprar en el mercado negro, entonces llamado de "estraperlo"). Mi familia tenía tierras, así que disponíamos de pan blanco. Recuerdo que, hacía los años 48-50, en la Academía en que estudiaba para ingresar en la Escuela de Ingenieros Industríales, compartía pupitre y bocadillos con dos compañeros; yo traía el pan blanco y los otros dos lo de dentro de los bocadillos (tortilla, queso...). Lo más valioso era, desde luego, mi pan blanco. Recuerdo una frase característica de uno de los compañeros de estudios, a la hora del bocadillo: ¡el hambre es muy negra!
El pan era, con los tomates y el aceite de oliva, la comida esencial de los jornaleros que trabajaban el campo. Y, también en casa, para merendar, pan con chocolate o bien pan con aceite y sal de donde viene el epíteto de "panoli" (Pa-en-oli, pan con aceite). El pan era, entonces, la base de nuestra alimentación.

Dice Vicent que la característica fundamental de la comida mediterránea estriba en su visibilidad. En un restaurante, si se piden platos de comida mediterránea, uno sabe lo que come: "verduras, ensaladas, pescados, carne, frutas, aceite de oliva, todo al descubierto, de primera mano y sin salsas más o menos literarias que te detrozan el estómago".

Además, para los que somos más o menos de esa generación de la guerra civil, esa comida nos trae recuerdos y olores de niñez y juventud: el arroz con leche era el postre de domingos y festivos y sigue teniendo, para mí, una connotación especial (siempre que lleve canela incluida). El cocido de garbanzos es para los madrileños algo tan tradicional como el arroz en paella para los levantinos. Para estos, lo más parecido al cocido de garbanzos era el "puchero de Navidad" o la olla familiar. En mi casa, el cocido madrileño se tomaba varias veces por semana y era una comida excelente pero algo pesada para los estómagos menos acostumbrados. Recuerdo una anécdota al respecto: una jóven amiga finlandesa nos visitó un verano y fue obsequiada con una abundante comida de cocido madrileño en un día de calor. La pobre chica, delgada y acostumbrada a comidas más ligeras, hizo un enorme esfuerzo para terminar el plato (en su país era de mala educación dejar comida en el plato cuando te invitan); mi hermana, al ver que había dejado el plato limpio, se lo volvió a llenar exclamando: ¡te ha gustado!. Y nuestra finlandesa estaba ya toda colorada, a punto de estallar.
Con un estilo más fino y literario, el libro de Vicent está también lleno de anécdotas y recuerdos vividos que merecen la pena leer.

Recomiendo vivamente este libro a todos los amantes de la comida y el ambiente mediterráneos.


sábado, diciembre 09, 2006

Asombroso Gran Silencio


Estamos acostumbrados a ver largas colas a la entrada de mediocres películas americanas de acción, en las que se dan abundantes disparos, explosiones, persecuciones en coches que vuelan y toda clase de saltos acrobáticos acompañados de golpes ruidosos, todo ello a un ritmo de secuencias muy rápido.

Por eso, nos resulta asombroso el que una película, como es "El gran silencio", de casi 3 horas de duración, en la que apenas se habla y todo transcurre con gran lentitud, tenga el éxito que parece estar teniendo en España y otros países. El film describe el mundo de los monjes cartujos, en un monasterio de los Alpes, lleno de quietud y austeridad, de concentración en las pequeñas tareas cotidianas, y de un silencio solo roto por los ruidos naturales, los toques de campanas o por magníficos cantos gregorianos. Algunos planos parecen verdaderas pinturas y bodegones de Zurbarán.

Quizás ese interés en el film se explique por el tremendo contraste de nuestro mundo desarrollado y consumista, absolutamente neurotizado por las prisas y las presiones de todo tipo, con ese otro extraño mundo de quietud y espiritualidad. Una espiritualidad que no siempre es coincidente con la religiosidad, aunque si lo sea en este caso de los monjes cartujos. A mi modo de ver, lo que caracteriza la manera de ser espiritual no es tanto la religiosidad sino la orientación del pensamiento y el comportamiento humanos hacia el "ser", en contraposición a otra orientación, más común en la sociedad que vivimos, hacia el "tener" (ver, Erich Fromm: Del Tener al Ser).

Hay una gran similitud entre las formas de comportamiento de los monjes cartujos y las de otros practicantes espirituales, como los budistas Zen o los yoguis, cuyo objeto de meditación no es la unión con Dios sino el vaciamiento de la mente para lograr un estado de expansión de la conciencia. Lo que para el misticismo cristiano es el "extásis místico", para los orientales sería el "satori" o iluminación. La mayoría de nosotros nunca ha experimentado tales estados de conciencia (aún cuando hayamos practicado la meditación) pero sospecho que se trata de la misma cosa, tanto en el caso de los místicos cristianos como en el de los meditadores orientales: una sensación de gran bienestar interior. Solo así es explicable la aparente felicidad y equilibrio psíquico que muestran los monjes cartujos o los budistas Zen. Y el atractivo que tiene, para el ciudadano occidental, presenciar ese tipo de vida austera y contemplativa aunque sea en una película. Una gran película, en todo caso.