Hace poco más de un mes leí, con sorpresa, que el Congreso de los EE.UU. había retirado a
Nelson Mandela de la lista de presuntos terroristas. En verdad, resulta cómico que

el país que ha practicado las mayores violencias y atentados, contra personas y países, en lo que se puede calificar como el peor
terrorismo de Estado, se permita tener en una lista de terroristas a un Premio Nobel de la Paz, Presidente de Suráfrica, elegido democráticamente y reconocido mundialmente como uno de los pocos mandatarios capaz de dialogar y ser generoso con los que le habían mantenido en prisión durante 27 años, con el número 46664. El modelo de acción política de
Mandela fue la no-violencia practicada por Gandhi y solo después de la masacre de Sharperville accedió a algún tipo de resistencia armada y de sabotajes selectivos.
Por lo que a mí respecta, estoy en contra de cualquier violencia ilegal, sea o no legítima, pero reconozco que la Historia, que nos han enseñado quienes ahora parecen saber qué tipo de violencia es terrorismo y cual no, está plagada de violencias que se califican de diferente manera por diferentes observadores. Los ciudadanos de Madrid, el 2 de Mayo de 1808, que apuñalaban a los franceses que nos invadían, eran considerados por esos franceses como lo que hoy llamaríamos "terroristas", y por tanto, vilmente ejecutados en los fusilamientos de la Moncloa. Hoy, probablemente nadie (ni siquiera franceses) considerarán que aquellos ciudadanos eran otra cosa que héroes defendiendo a su ciudad. Incluso un pacifista, como yo, sería capaz de verlo así. Y ¿qué podemos decir de dirigentes israelitas, en su día calificados de "terroristas" por los ocupantes ingleses, que ahora llaman terroristas a los palestinos que luchan por recuperar los territorios de los que fueron expulsados por la fuerza?
No hay duda de que la violencia armada tiene distinta calificación según cómo sea esa violencia y según sea la ideología del que la califica. Incluso si observamos unas guerrillas como las cubanas, no vemos igual la que se hizo contra el régimen de Batista, apoyada mayoritariamente por el pueblo cubano, que la guerrilla del Ché en Bolivia que apenas tenía el apoyo del propio pueblo al que pretendía liberar. En todo caso, ambas se calificarán como "terrorismo" por los exiliados cubanos en Miami (y por los gobiernos USA) y como gestas heroicas (aunque errónea en el caso del Ché) por los partidarios de la Revolución cubana. Otros intentos de lograr el poder con las armas, como el de las FARC de Colombia, utilizando inhumanos secuestros, asesinatos y amenazas, tienen cada vez menos apoyos, incluso entre personalidades supuestamente afines, como Chavez y Fidel, que aconsejan entregar las armas y dar pasos hacia un nuevo escenario político basado en la democracia de los votos.
En el caso de nuestro país, no hay duda de que
el terrorismo de inspiración islamista es mucho más temible que el etarra, ya que los primeros no dudan en realizar masacres indiscriminadas, múltiples y simultáneas, como la del 11 Marzo 2004 en Madrid (que tiene similitudes con la del 11/9/2001 en Nueva York y con la posterior de Londres) con un resultado de cerca de 200 muertos y 1.000 heridos. El terrorismo de ETA, absolutamente condenable, genera menos víctimas por cada acción ya que no es tan indiscriminado y suelen dar avisos de bombas, cuando estas pueden afectar a personas que no son objetivo de la banda. Por contra, este terrorismo se ha prolongado durante más de 40 años y no tiene visos de acabar a corto plazo. Y, quizás, su mayor perversión es la de generar un estado de miedo y desconfianza social, ejerciendo una malévola presión sobre políticos, periodistas, jueces, profesores o empresarios que ahoga su libertad de expresión y les impide ejercer su función de una manera tranquila y serena, como exigiría una auténtica democracia. La solución a esta situación pasa, inexorablemente, por la debilitación de la base social de apoyo a ETA y esto no parece que se pueda conseguir solo por la acción policial, sino por una exquisita aplicación de una verdadera democracia. Y eso puede que no sea posible sin modificar nuestra actual Constitución.
Pero, volviendo a la violencia terrorista en el mundo de hoy, el terrorismo de Estado practicado por los EE.UU. en su política exterior, con el apoyo a regímenes dictatoriales (Guatemala, Chile, Salvador, Nicaragua....), las cárceles secretas de la CIA, el limbo de Guantánamo y las guerras de Vietnam y, últimamente, la de Irak, permiten afirmar que casi todos los gobiernos de los EE.UU., son los mayores terroristas de Estado que se conocen en los últimos 50 años (al menos, hacia el exterior de sus fronteras) y que, George W. Bush es
el mayor violador del derecho internacional de la historia de los EE.UU. (según Noam Chomsky). No estoy totalmente seguro de que esto sea exactamente así, dada la multiplicidad de conflictos en el mundo actual, pero sí de que la guerra de Irak, lanzada por George W. Bush con la ayuda de Tony Blair y la servil complicidad de J.Mª Aznar, fue una guerra, ilegal e ilegítima, que ha hecho un daño irreparable a centenares de miles de personas inocentes sin conseguir otra cosa que fortalecer al terrorismo islamista que ha encontrado un campo de entrenamiento y de cultivo ideológico donde antes no existía. En suma, la única diferencia de esta guerra, con los otros terrorismos que conocemos, es que las bombas que destruyen edificios y mutilan personas (sin importar si son niños, mujeres o combatientes) no son colocadas a mano por individuos concretos, sino lanzadas desde aviones a gran altura, además de ser mucho más potentes y destructivas. Y, también, que los medios de comunicación de Occidente no osan llamar a esta situación por su verdadero nombre:
terrorismo de Estado.